ARGENTINA | Enjuiciar genocidas: Actividad esencial

Jul 9, 2020

Por Graciela Daleo

Los crímenes de la última dictadura militar-corporativa que sometió al pueblo argentino multiplicaron y potenciaron el desarrollo de organismos de Derechos Humanos que sostuvieron y sostienen hasta hoy como uno –no el único- de los ejes más persistentes de la lucha política, la defensa del derecho a la verdad, a la justicia y a la memoria.

«Testimonio» – Ilustración de Federico Geller 

En Memoria, Verdad, Justicia se sintetiza una apuesta política del pueblo y sus organizaciones que confronta con otra apuesta política, la de los sectores dominantes que perpetraron el genocidio. La dictadura se propuso desaparecer a sujetos individuales y colectivos que problematizaban el orden injusto, pero no solo a ellos, sino también la memoria de procesos sociopolíticos previos durante los que los sectores populares habían construido formas de organización y lucha en procura de una sociedad más justa. Pretendió también negar sus crímenes y garantizar la impunidad del sistema dominante que los diseñó y de quienes los cometieron.

La impugnación sostenida de esa pretensión de clausura desembocó en la realización de juicios penales a ideólogos, autores materiales y beneficiarios del sistema desaparecedor. Un camino con altibajos, de casi cuatro décadas, cuyos logros parciales ubican a Argentina en un lugar de singularidad en el mundo. No solo por el número de genocidas sometidos a proceso y condenados, sino por otros caracteres distintivos: los juicios están en manos de tribunales del sistema preexistente –no creados ad hoc-; los hubo prácticamente en todo el país, e incluyen todos los niveles de responsabilidad; el rango temporal se extiende a crímenes perpetrados por agentes del Estado antes del golpe del 24 de marzo de 1976. 

Los hechos se investigan y analizan inscriptos en un proceso sociopolítico nacional y en un marco internacional, no como actos aislados o individuales. Y es relevante el rol protagónico asumido por quienes fueron victimizados en sus cuerpos, en los de sus familiares, en los de sus grupos de pertenencia, en la continuidad y profundización de las investigaciones. 

Las citadas son algunas de las notas distintivas que permiten entender por qué, en medio de la pandemia que afecta a la población mundial, y durante una cuarentena que supera ya los cien días, sostenemos que los juicios a los genocidas son una “actividad esencial”, de esas que no pueden ni deben suspenderse ni siquiera en medio de una crisis en la cual un virus ha saltado, como el virus del neoliberalismo, todas las fronteras.

A impulso de los organismos de Derechos Humanos y de las querellas, o por propia iniciativa, juzgados de primera instancia han retomado las investigaciones, dispuesto procesamientos, tomado declaraciones, e incluso concretado la extradición de un genocida. Ante varios tribunales orales se realizan audiencias con testigos que declaran en forma presencial o remota. Incluso se han dictado tres sentencias. 

Desde ya que este no es un comportamiento uniforme del Poder Judicial. Para numerosos magistrados la pandemia es la excusa con la que eluden tomar decisiones respecto de militares y civiles con quienes tienen afinidad ideológica. Y para otorgar con displicencia detenciones domiciliarias u otras formas de atenuación de las penas, incluso a quienes tienen sobre sus hombros varias condenas a prisión perpetua. Pese a que, como señala la CIDH, por tratarse de “graves violaciones a los derechos humanos y delitos de lesa humanidad, atendiendo el bien jurídico afectado, la gravedad de los hechos y la obligación de los Estados de sancionar a los responsables de tales violaciones”, determinados beneficios no pueden concederse de forma automática.

Actividad esencial seguir juzgando a los genocidas, insisto. Es que la pandemia no cancela la historia, ni la memoria, ni la necesidad colectiva de verdad y justicia. Más bien las reclama vigentes y presentes. Para subrayarlo basta poner la mirada en uno de los innumerables focos de conflicto que vive hoy el pueblo argentino. Su epicentro está en la ciudad de Avellaneda, en el norte de la provincia de Santa Fe. Allí tiene una de sus plantas industriales el grupo empresario Vicentín, que días antes de que finalizara el gobierno neoliberal de Mauricio Macri –a cuya campaña contribuyó con fondos suculentos- recibió millonarios créditos del Banco de la Nación Argentina. De inmediato se presentó en convocatoria de acreedores alegando que no podía sostener su actividad ni pagar a los proveedores. 

Mientras en el ámbito político y social se producen alineamientos radicales en torno a “qué hacer con Vicentín”, en la ciudad de Reconquista, a la que apenas un arroyo separa de Avellaneda, brindan testimonio antiguos obreros de esa empresa. La fiscalía investiga la detención ilegal de varios miembros de las comisiones internas de fábrica en noviembre de 1976. Algunos fueron secuestrados dentro de la planta, otros cuando llegaban a sus casas al fin de la jornada laboral. Días o años después fueron liberados.

El presente, como el futuro, tiene un origen.


La autora

Graciela Daleo militó desde su juventud en grupos del peronismo revolucionario. Sobreviviente del centro clandestino de detención, tortura y exterminio ESMA. Exiliada en España entre 1979 y 1984. Miembro de la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires. Integra el grupo Kaos de querellantes y abogados que participan en juicios por crímenes de lesa humanidad. Miembro del Consejo Asesor de la Fundación Germán Abdala.

Esta nota fue publicada también en LA ÚLTIMA HORA.