Por Mariano Denegris
Soledad acomoda la cámara y se sienta a tomar un café con Fernando para charlar un rato. La escena y el escenario están cruzados por tantas marcas que es preciso desmenuzarlas. La conversación dura una hora y cuarto, más o menos. Imita esa costumbre tan de acá. El café es la excusa para hablar entre amigos o conocidos. En un café se arreglan negocios, se cierran tratos, se cranean imposibles, se terminan o empiezan relaciones de pareja. Pero también se habla de nada, de todo. Se suspende el tiempo, ese que no se puede perder porque es money. Ese que cierto discurso educativo reclama ganar a cada segundo porque cada día perdido es irrecuperable.
Pero no. La charla de café de Soledad Acuña, la ministra, y Fernando Iglesias, el diputado, no es eso. Tiene otras marcas. Te robamos un par de horas, dice Fernando. La invita un diálogo observado. Tiene otro estatuto, aunque a Soledad no le guste. Se chequea el canal de comunicación. Se invita a un público tarjeteado a observar la escenografía montada para la ocasión. Se cumplen las reglas de género y estilo. Las bibliotecas o algunos lomos de libros se ubican para ser mirados más allá de la figura central en un fondo vestido para la ocasión. Aun así, la espontaneidad calculada de los silencios, de los acentos, de los gestos, permite la filtración de las palabras. Los que miran son también actores. Pueden, en el momento oportuno, intervenir, guiar y ser guiados por la conversación amistosa. La entrevista intima ganó y perdió intimidad desde la penumbra de El perro verde hasta nuestros instagrames y zoomes luminosos y vivos. Todo lo blando se reanima en la nube. Lejos de desvanecerse, perdura. En el reino de la segmentación siempre se habla para todos.
El naturalismo aprendido a fuerza de convicción gobierna el tono de Soledad. Pero no porque sea una charla de café. Así es en las conferencias de prensa, en los actos oficiales, en las mesas paritarias. Y así y todo, en esa transparencia impostada, dice lo que piensa. No piensa más que eso que dice. Del sistema educativo, de los docentes, de las escuelas, piensa y dice. Como está convencida, no sospecha posibles deudas de sus saberes. Su conocimiento del sistema educativo es objetivo y prejuicioso sin ninguna contradicción. Nunca fue sujeta de la escuela, es decir de eso que llamamos La escuela de Sarmiento hasta acá con todas sus diferencias y transformaciones. Juzga sus nueve años en el ministerio una carrera muy larga de funcionaria de la educación. Soledad tramita los datos que le acerca algún asesor bajo el prisma de sus prejuicios. Y ante un auditorio militante que la incita a más, desovilla sus frustraciones con liviandad. No le preocupa el desconocimiento de aquello que ignora. Porque, si ella no lo sabe, no debe ser importante. No le preocupa su propia ignorancia, la alarma el perfil que desde ese saber escaso, parcial, dibuja de los/las docentes. Diseña con preocupación ese perfil, no como una crítica, nos dice. Gente mayor, que ha fracasado en otras carreras, que adoctrina a sus estudiantes, que proviene de los sectores socioeconómicos más bajos, que de sus familias han heredado muy poco capital cultural, que no vivieron experiencias enriquecedoras que aporten al aula. Nos describe, la que nunca tuvo aula.
¿Vale la pena desarmar cada uno de los prejuicios? ¿Tiene sentido citar los estudios sobre las transformaciones operadas en la carrera y el oficio de ser docentes? Desde los cambios en los planes de estudios de los institutos de formación que fueron terminando con la idea de la carrera corta para laburar apenas terminás la secundaria, hasta la mirada sobre los distintos tránsitos por el sistema educativo como “experiencias enriquecedoras” más que como “fracasos”, son elementos de un análisis que Acuña ni sospecha. Educación Popular se llama uno de los libros en los que Sarmiento examina las experiencias de la escolarización masiva en Estados Unidos y países de Europa. La cita que extrae Adriana Puiggross en Adiós, Sarmiento horrorizaría a la Ministra. Aunque pensándolo bien, con ese título, el detector de sobreideologización docente ya lo hubiera puesto a tiro de denuncia. Leamos a Sarmiento: “¿Es posible realmente y conveniente a nuestra época y con el espíritu de nuestras instituciones, lo que hoy es el mundo civilizado, separar a la sociedad en pobres y ricos, y la vergüenza del artesano de inscribir a sus hijos en la lista de los indigentes en las escuelas públicas, hacérsela pasar a la mitad de la sociedad, reuniendo como en un lazareto a los hijos de los pobres?”(…) “La educación no es caridad, sino una obligación para el Estado, un derecho y un deber a la vez para los ciudadanos”. Hay más de un Sarmiento. Puiggross reseña con documentación y análisis al racista, al modernizador, al pedagogo… Soledad hay una sola.
Que un/a/e estudiante del Profesorado sea hijo/a/e de alguien que no terminó la primaria a la ministra de Larreta le alarma. Ve en ello un problema a resolver. Ni se le cruzó por la cabeza el concepto de movilidad social ascendente. ¡Qué poco sarmientina la idea de la educación para la elite ilustrada, doña Soledad! Si se llega a enterar de la visión de Paulo Freire sobre la imposibilidad de neutralidad del acto educativo, le agarra un síncope.
No es entonces muy original que siendo presarmientinos los funcionarios educativos de Larreta luchen denodamente contra la educación del siglo XX, pero no para construir la del XXI sino para restaurar la del XIX. Los enemigos que ubicó Acuña en la charla de café con Iglesias, junto a les docentes perfilados, fueron los estatutos y los sindicatos. Los primeros surgieron a mitad del siglo pasado para fijar reglas claras de acceso a la docencia de acuerdo al mérito y no a la discrecionalidad de los gobiernos de turno. Los segundos lograron su primera paritaria recién en este siglo y además de los derechos laborales de los docentes incorporaron al debate la necesidad de ampliar las escuelas de jornada completa, avanzar en la universalización del nivel inicial, profundizar los acuerdos de formación docente, reorganizar el tiempo de trabajo docente para que los profesores puedan dedicar su jornada a una o dos instituciones y se contemple planificación, capacitación, producción, reflexión, etc. No sólo que identificarse como trabajadores/as no degradó en la docencia el compromiso con la educación, sino que lo profundizó en congresos, institutos de formación e investigación y otras instancias de producción colectiva de conocimiento que Soledad no conoce. En ese sentido, ni intimidad publicada, ni la espontaneidad ensayada pueden disimular las bases del proceso discriminatorio: el miedo a lo desconocido.