El Estado como herramienta para generar derechos o como estructura represiva

May 20, 2021

“El terror sigue latente. Y nuestro deber es siempre ubicarlo, conocerlo, luchar para que no vuelva a la escena. Es por eso que existen los actos, las rondas, las marchas del 24 de marzo. Es por eso que existe este libro”, dice la periodista María Sucarrat en el prólogo de “No nos han vencido: a 45 años del golpe” (Editorial Marea), una compilación que reúne 20 ensayos sobre derechos humanos, economía, política, comunicación, género, derecho y sindicalismo para construir un mosaico con las marcas que aún quedan del terrorismo de Estado.

El periodista Luis Zarranz convocó a referentes como Hebe de Bonafini, Eugenio Raúl Zaffaroni, Andrés Larroque, Andrés Asiaín, Víctor Hugo Morales, Dora Barrancos y Alejandra Gils Carbó, entre otros, para reflexionar colectivamente sobre los efectos de la dictadura cívico-militar y el genocidio en el entramado social, político y laboral.

En este adelanto Daniel Catalano (secretario General de ATE Capital y secretario Adjunto de la CTA-T Nacional) e Iván Wrobel (responsable de Derechos Humanos de ATE Capital y secretario de Derechos Humanos de la CTA-A Capital) analizan el impacto de la represión estatal en la vida de los trabajadores, la complicidad civil de los sectores empresariales -beneficiarios directos de este golpe a los sindicatos- y reflexionan sobre el rol del Estado como factor permanente para generar derechos o como estructura represiva para disciplinar a los pueblos.

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EL ESTADO COMO HERRAMIENTA PARA GENERAR DERECHOS O EL ESTADO COMO ESTRUCTURA REPRESIVA

Por Daniel Catalano* e Iván Wrobel**

Las trabajadoras y los trabajadores estatales somos unos convencidos de que el Estado  tiene que ser una herramienta de transformación, de que el objetivo de las políticas  estatales tiene que ser ampliar derechos, llevar bienestar a toda la población, garantizar una vida digna para todos y todas. El problema que tenemos es que nuestras clases  dominantes no comparten esta mirada. 

Desde que existe nuestro país que las clases poderosas entienden que el Estado tiene  que ser el medio que les permita seguir enriqueciéndose y seguir sacándonos a las y los  trabajadores y a las clases populares lo que es nuestro. 

A fines del siglo xix, algunas décadas después de la promulgación de nuestra prime ra Constitución Nacional, los terratenientes argentinos instalaron en nuestro país un  régimen elitista, basado en el fraude electoral como medio para garantizar su control  del Estado, con el único fin de enriquecerse vendiendo el producto de nuestras tierras  a Inglaterra y otras potencias; usaban el Ejército nacional como si fuera privado y les  sacaban a nuestros pueblos originarios sus tierras, en las que habían vivido durante  generaciones, para que pasaran a ser patrimonio privado de unas pocas familias; e  instalaron una serie de leyes antiobreras para perseguir, a través de la fuerza policial, la  cárcel o la expulsión del país, a las trabajadoras y los trabajadores que se organizaban. 

Tuvimos que esperar hasta la década del cuarenta para que llegara a la presidencia un  dirigente que tomara las demandas de la clase trabajadora y las convirtiera en política  de Estado. Con Juan Domingo Perón, los sindicatos fueron reconocidos como organizaciones legítimas para discutir condiciones laborales, los derechos de miles de trabajadores y trabajadoras se convirtieron en ley, se instauró un modelo económico que,  por primera vez, permitió democratizar el bienestar en nuestro país y se reglamentó  el voto femenino, poniendo fin, de una vez por todas, a décadas de exclusión de las  mujeres del sistema democrático. 

Pero esto no fue obra solamente de Perón, sino que los sindicatos fueron organizaciones constitutivas del Partido Peronista, antecedente del actual Partido Justicialista, y muchísimos dirigentes obreros ocuparon, por primera vez, lugares importantes en la  gestión estatal. 

Esto, como era de imaginar, no fue del agrado de las clases dominantes y, en 1955, las  Fuerzas Armadas,con el apoyo de los partidos políticos opositores, primero bombardearon la Plaza de Mayo y, unos pocos meses después, derrocaron a Perón e inauguraron dos décadas de proscripción de la fuerza política mayoritaria de nuestro país. Estas  dos décadas fueron, para nosotros y nosotras, de resistencia, de luchar para mantener  los derechos conquistados y para que se permitiera la vuelta de Perón a la Argentina.  En 1973, finalmente, ganaron las elecciones, primero Héctor Cámpora, y, cuatro meses  después, Juan Domingo Perón, dejando en claro la identidad política mayoritaria de  nuestro pueblo. Durante las dos décadas de proscripción fue imposible para las Fuerzas Armadas y para los partidos políticos antiperonistas crear un nuevo consenso social basado en la exclusión política del peronismo. ¿Por qué pasó esto? Porque, hasta el  momento, ningún otro partido político había expresado con tanta claridad el sentir del  pueblo, ningún otro partido había realmente puesto al Estado al servicio de las mayorías. Las dos décadas que tuvieron lugar entre mediados de los 50 y mediados de los 70  estuvieron marcadas por esta tensión entre quienes querían la vuelta de Perón y, con él,  la vuelta de un Estado inclusivo; y quienes apoyaban e impulsaban un Estado represor  y excluyente. La Dictadura cívico-militar que empezó a gobernar nuestro país el 24 de  marzo de 1976 vino a poner, por la fuerza, fin a esta tensión. El nuevo Gobierno de facto podría parecer heterogéneo, pero no lo era. Militares, grandes grupos económicos,  sectores de la Iglesia, históricos terratenientes, todos compartían el mismo objetivo:  concentrar la riqueza y disciplinar a la clase obrera. La herramienta para hacerlo fue,  por supuesto, el Estado, puesto –otra vez– al servicio de unos pocos. El proyecto político, social y económico de la Dictadura podía parecer simple, pero llevarlo adelante era  muy difícil, porque dos décadas de resistencia le habían servido a nuestro pueblo para  

aprender que solo luchando se conquistan y se mantienen los derechos. La primera medida del Gobierno militar iba a ser, entonces, la de instaurar un Estado  represivo, algo que había comenzado algunos años antes con la Triple A y el Operativo Independencia. Después de la muerte de Perón, desde sectores del Estado como el  Ministerio 

de Bienestar Social, conducido por José López Rega, se planificó la realización de atentados, asesinatos y desapariciones de militantes populares. En 1975, comenzó el Operativo Independencia, que implicó el inicio de la labor represiva del Ejército, en un primer momento, en Tucumán, y, desde fines de ese año, en todo el país. Sin embargo, con el golpe de Estado esta política de represión y persecución a la militancia iba a alcanzar  un nivel de sistematicidad nunca antes vista en nuestro país: desapariciones forzadas,  cientos de Centros Clandestinos de Detención, Tortura y Exterminio, infiltración en  las organizaciones populares; una verdadera maquinaria del terror para desarticular la organización popular encarnada en sindicatos, partidos políticos, organizaciones  barriales y armadas, entre muchos otros espacios de organización popular. Parte de los objetivos de este Estado represivo era el de desarticular algo que en la Argentina había crecido durante la primera mitad de siglo, hasta terminar de consolidarse durante el peronismo: la organización obrera en los lugares de trabajo. Varias de las primeras  leyes de la Dictadura cívico-militar sancionadas el mismo 24 de marzo tenían, de hecho, el objetivo de impedir la organización y las medidas de fuerza: la Ley N °21.621 suspendía el derecho a huelga, la Ley N° 21.263 eliminaba los fueros sindicales, la Ley  N° 21.206 permitía el despido de empleadas y empleados públicos. Los números son  claros: se calcula que alrededor del 60% de los 30.000 desaparecidos eran trabajadoras  y trabajadores. Esta represión focalizada a la clase obrera no fue una iniciativa única 

mente de las Fuerzas Armadas, sino que contó con el apoyo y, sobre todo, la partici pación necesaria de los sectores empresariales, beneficiarios directos de este golpe a  los sindicatos. Hay muchos ejemplos: en Jujuy, el dueño del Ingenio Ledesma, Carlos  Blaquier, colaboró entregando listas negras y prestando camiones de la empresa para  realizar secuestros durante la Noche del Apagón; Ford prestó su fábrica de Pacheco  para que se instalara un Centro Clandestino de Detención en el que trabajadores de  la empresa fueron detenidos ilegalmente y torturados; Mercedes Benz y La Veloz del  Norte entregaban listas negras con los nombres de delegados y activistas.  

Estos pocos ejemplos, parte de una lista muchísimo más amplia, demuestran por qué  elegimos hablar de Dictadura cívico-militar. Si el disciplinamiento a través de la represión fue la principal política de la Dictadura, algunos de sus ejecutores centrales, encargados de tareas de logística y de inteligencia, eran los grandes empresarios ansiosos  por librarse de los trabajadores combativos, a quienes percibían como una amenaza y  una traba a la hora de seguir aumentando sus riquezas. 

Esta política de persecución a la organización también existió, obviamente, dentro del  ámbito estatal. 

Miles de trabajadoras y trabajadores del ámbito público fueron desaparecidos por la  Dictadura, desde las empresas públicas hasta la administración central, pasando por  las provincias, los municipios, los hospitales, las universidades y las escuelas. Aunque la Ley de Prescindibilidad permitía desoír el histórico derecho a la estabilidad  en el ámbito público y despedir a las trabajadoras y los trabajadores que eran considerados “activistas vinculados a la subversión”, el verdadero objetivo era el secuestro y la  desaparición. 

Si en el ámbito privado el principal aliado eran los grandes empresarios, en el ámbito  estatal nos encontramos con un aliado impensado: mientras que prácticamente la totalidad de los sindicatos fueron intervenidos por la Dictadura cívico-militar, nuestro  sindicato, ATE, pasaba por una situación particular, ya que nuestro Secretario General, Juan Horvath, era cercano a la Marina y amigo personal de Emilio Massera. Fue él,  por lo tanto, uno de los facilitadores de las famosas “listas negras”, que permitieron el  secuestro de cientos de estatales y forzaron al exilio a muchísimos otros compañeros  y compañeras. 

En los casos de trabajadoras y trabajadores estatales desaparecidos, además, el encubrimiento y la impunidad quedaban plasmados en sus legajos, ya que los desaparecidos eran posteriormente despedidos por ausentarse del lugar de trabajo. El mismo Estado que los secuestraba, los torturaba y los asesinaba escribía en los  legajos de nuestros compañeros que había tenido que despedirlos por no ir más a trabajar. Las y los estatales tuvimos que esperar casi cuarenta años para que se corrigiera  esta situación, cuando, en 2012, la compañera Cristina Fernández firmó el decreto de  reparación de legajos para que, en estos casos, se consigne que las compañeras y los  compañeros desaparecidos se encuentran “ausentes por desaparición forzada”. Como se ve, la persecución a las trabajadoras y los trabajadores, ya sean del ámbito  público o del privado, implicaba la puesta en marcha de toda una maquinaria en la  que interactuaban actores estatales y actores privados con el único fin de perseguir y  reprimir la organización popular. Dentro del Estado se realizaban informes para el seguimiento de las trabajadoras y los trabajadores sospechosos de ser subversivos. Estos  informes eran llevados a las distintas áreas de inteligencia, tanto de la SIDE como las  de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, para armar las famosas listas negras y llevar a  cabo las tareas de persecución y represión. 

Un caso tristemente célebre es el del manual titulado Subversión en el ámbito educativo (conozcamos a nuestro enemigo), parte de lo que, desde el Ministerio de Educación  y Cultura, se denominó “Operación Claridad” y que implicaba la persecución a aquellos actores y actoras de la comunidad educativa que no siguieran los lineamientos  de la Dictadura, sin importar si eran docentes, autoridades, auxiliares, preceptoras,  preceptores o estudiantes. 

En este manual se invitaba a trabajadoras y trabajadores de la educación, a estudiantes  y a sus familias a denunciar a cualquiera que “se encuentre vinculado a actividades  de carácter subversivo”, lo cual se complementaba con un aparato de espionaje implementado en las escuelas, a partir del cual agentes de inteligencia se hacían pasar por  estudiantes o por trabajadores. 

Con la información recabada conformaban las listas de quienes, después, serían desaparecidos. 

La otra cara de esta política represiva fue, lógicamente, la política económica. El ministro de Economía fue uno de los dos ministros civiles del primer gabinete de la Dictadura; el otro fue el ministro de Educación. 

José Martínez de Hoz era, además, parte de una histórica familia terrateniente y titular  de uno de los grupos económicos más grandes del país en ese momento.

Que se hubiera elegido a alguien con este perfil habla con mucha claridad de quiénes se  esperaba que fueran los grandes ganadores de este periodo. Una vez más, los sectores  concentrados de la economía tomaban el Estado como si fuera un bien privado y lo  utilizaban como una herramienta para seguir concentrando riquezas y excluyendo a la  clase media y a las y los trabajadores. 

Las primeras medidas económicas de la Dictadura implicaron un shock redistributivo  regresivo: desregulación de precios, suba de tarifas y servicios, devaluación, ajuste en  el gasto público, apertura de las importaciones. En segundo lugar, la Dictadura llevó  adelante una reforma financiera que tenía como objetivo convertir la economía productiva argentina en un mercado financiero. Ya no importaba el mercado interno, ya  no importaban las inversiones productivas, lo que importaba era aumentar fácil y rápido las riquezas a costa de un endeudamiento masivo. Es así como se produjo la famosa  bicicleta financiera: los grupos económicos, locales o extranjeros, se endeudaban en el  exterior a una tasa de interés baja, realizaban colocaciones de capital en nuestro país a tasas de interés alta y fugaban la ganancia resultante de la diferencia de tasas. Además de que los grupos económicos se enriquecían a costa del Estado, este tenía que salir a tomar deuda para cubrir el faltante de divisas que había como consecuencia de la fuga  de capitales. Así, la deuda externa argentina crecía a pasos agigantados. 

En este contexto, en 1982 se realizó un nuevo movimiento que benefició a los grupos  económicos y empobreció a nuestro Estado durante décadas. El desprestigio de la Dictadura cívico-militar era cada vez mayor: habíamos perdido la Guerra de Malvinas,  las denuncias por violaciones a los derechos humanos eran cada vez más conocidas.  Frente a esto, la Dictadura comenzaba a planificar su retirada y a negociar con los  partidos políticos una salida democrática y la convocatoria a elecciones. Sin embargo, los sectores concentrados de la economía necesitaban, antes de retirarse del Gobierno, cerrar el proceso que habían iniciado seis años antes. En noviembre de 1982, el presidente del Banco Central, Domingo Cavallo, el mismo que fue después ministro de  Economía de Carlos Menem y de Fernando de la Rúa, estatizó la deuda privada, una  deuda que se había generado a partir de la bicicleta financiera y no en el marco de inversiones productivas, y que, en muchos casos, incluía deudas de las filiales de grupos  económicos extranjeros con sus casas matrices. 

Ahora sí, el ciclo estaba cerrado. La Dictadura había llegado para disciplinar a la clase  obrera y redistribuir la economía a favor de los más ricos. Con 30.000 detenidos-desaparecidos y otros miles de militantes presos políticos y exiliados, con empresas públicas privatizadas, sueldos bajos, desempleo en aumento, con un marco represivo que  impedía que se realizaran medidas de fuerzas y que hubiera negociaciones salariales  reales, el objetivo de la Dictadura cívico-militar estaba cumplido. Una vez más, los ricos  convertían al Estado en su botín privado y dejaban el Gobierno habiendo multiplicado  sus riquezas y dejando un país pobre.

Hoy podemos decir que las desaparecidas y los desaparecidos son parte de nuestra  historia como movimiento obrero organizado. El legado que nos dejaron es una experiencia de lucha y organización que tenemos que tomar como faro para que guíe nuestro camino. El reconocimiento de sus militancias, la reparación de los legajos,  las marcas de Memoria en los lugares de trabajo: todo esto nos recuerda que nuestras  peleas actuales son parte de una historia más larga, de la que solo estamos escribiendo  una página. 

Nuestro deber para recordar a las y los 30.000 desaparecidas y desaparecidos es luchar  todos los días para que el Estado siga siendo una herramienta para generar derechos y  no sea nunca más una estructura represiva al servicio de las clases dominantes.

(Ilustración: Azul Blaseotto / CELS)

* Secretario General de ATE Capital, Secretario Adjunto de la CTA-T Nacional.
** Responsable de Derechos Humanos de ATE Capital, Secretario de Derechos Humanos de la CTA-A Capital.