El ensayista rosarino repasa la idea de libertad en la tradición de las grandes corrientes de pensamiento de la política argentina para tratar de distinguir y precisar la novedad del proyecto Milei y sus posibles consecuencias para la vida nacional.
Por Emiliano Bisaro y Gervasio Muñoz
– Nos incomoda mucho escuchar gente gritando “libertad” y no ser nosotros. Además lo gritan contra nosotros. Queremos hablar de eso con vos. Y luego ir haciéndote algunas preguntas.
– Es evidente que la palabra libertad ha adquirido un lugar central en el discurso político argentino. Tal vez haya sido en los meses más duros de la pandemia cuando se empezaron a construir las condiciones para la hegemonía de cierto discurso sobre la libertad y son ciertamente esos los meses en los que aparece en el centro de la escena el personaje que encarna más estridentemente ese discurso, el actual presidente. La reiterada consigna con la que Milei suele empezar o terminar sus discursos, “¡Viva la libertad, carajo!”, revela la fuerte centralidad de ese concepto y al mismo tiempo el sentido muy parcial en el que ese concepto está siendo usado. Esta visión de la libertad, en efecto, no se corresponde con nada de lo más interesante que tienen las grandes tradiciones políticas argentinas en el marco de las cuales en general pensamos la política y las distintas categorías de la política. Yo creo que hay tres grandes tradiciones teórico-políticas, en el marco de cuya intersección, llena de tensiones, pensamos la idea de libertad: la gran tradición liberal, la gran tradición democrática y la gran tradición republicana. Esas tres tradiciones son muy potentes. Su mezcla o combinación dan como resultado ideas muy interesantes para pensar la cuestión de la libertad. Pero todas estas ideas están muy alejadas de la que hoy se dice con esa palabra en el interior del discurso libertariano oficial. En este discurso, que ha adquirido mucho peso en la Argentina de los últimos tres años, la palabra “libertad” se convierte casi en sinónimo de un anti-estatalismo radical. Se piensa la libertad como la libertad de los individuos, de los ciudadanos y de las ciudadanas, frente a un Estado que casi por definición es un enemigo de esa libertad. Un Estado que casi por definición prefigura la idea de una dictadura. De una dictadura sanitaria, de una dictadura fiscal. Todas las dimensiones de la acción estatal sobre la sociedad civil son vistas como autoritarias y restrictivas de la libertad. Por el contrario, en las tres grandes tradiciones de la historia política argentina que mencionaba recién (la liberal, la democrática, la republicana) la idea de libertad no es sinónimo de antiestatalismo. En ellas la libertad no se da de patadas con la noción de Estado y con la comprensión de que este tiene un papel fundamental en nuestras vidas. Empecemos por la gran tradición liberal, que por cierto es una corriente de pensamiento que no hay que despreciar, sino que, por el contrario, hay que tomar muy en serio. Porque es una tradición de defensa de la libertad frente a los poderes que, con mucha frecuencia, la asfixian, la sofocan o la amenazan. Es la libertad de los individuos, de los ciudadanos, frente a los poderes de los monopolios, las corporaciones, las iglesias, las dictaduras, la opinión pública. Pero a lo mejor el liberalismo político no saca de allí una consecuencia anti-estatalista o la consecuencia de que el Estado está mal a priori y por principio. A ver: tal vez el más emblemático de los movimientos de reivindicación, protesta y transformación que se llevó adelante en la Argentina del siglo pasado en nombre de los principios del liberalismo haya sido la Reforma Universitaria de 1918. Que fue un movimiento típicamente liberal. Sus banderas eran las del liberalismo, y la palabra “libertad” aparece en todos sus grandes documentos: “Las libertades que faltan son los dolores que quedan”, “A los hombres libres de América”, “Hombres de una América libre…”. Ahora: ¿Contra quienes se levantaba esa idea de libertad de los reformistas? Pues contra los que la amenazaban: la corporación clerical y la corporación de los abogados, que monopolizaban el derecho a la enseñanza en las Universidad, con el resultado de un nivel pésimo de la misma. El principio de la libertad, allí, se levantaba contra estas corporaciones que la hacían imposible. Y entonces, ¿qué hizo la muchachada liberal reformista del 18? Se tomó un bondi a Buenos Aires, le tocó la puerta al Presidente Hipólito Yrigoyen y le dijo: “Presidente: en nombre de los principios de la libertad, ¿no nos hace la gauchada de intervenir, desde el Estado nacional, la Universidad de Córdoba, así nos sacamos de encima a estos tipos, que monopolizan la enseñanza y que asfixian la libertad?” Y lo que hizo Yrigoyen, y la razón por la cual la Reforma Universitaria fue un éxito, fue intervenir, desde el gobierno del Estado nacional, la Universidad. El Estado nacional jugó allí un papel fundamental en una batalla a favor de la libertad. Planteo esto porque luego ciertas corrientes que se llaman a sí mismas “reformistas”, pero que leen muy sesgadamente la Reforma Universitaria, hacen del Estado el principal enemigo de la libertad que dicen defender. La verdad es otra: el reformismo fue a pedirle al Estado que interviniera la Universidad en defensa de la libertad. Por eso hay que pensar seriamente el liberalismo argentino. El propio presidente suele decir de sí mismo que es un liberal. Yo creo que no. No es un liberal. Un liberal no es alguien que cree que el Estado, por principio y antes de empezar a discutir, es el principal enemigo de la libertad. Algunos prefieren decir que es un “libertario”. La palabra, como se ha señalado ya muchas veces, es equívoca. Por eso yo prefiero la que usé hace un momento: es un libertariano. El libertarianismo es, en efecto, una corriente neoliberal, autoritaria y de derecha que tiene sus referentes en ciertas grandes tradiciones de la literatura política norteamericana y que tiene, sí, una idea sobre la libertad de corte decididamente anti-estatal.
– También tiene su tradición usar el concepto de “libertad” en la historia argentina. Los sectores conservadores siempre esgrimieron el concepto de libertad para atacar a los gobiernos democráticos y de mayorías. Incluso la dictadura militar planteaba el discurso de la libertad con mucha fuerza. Evidentemente la apropiación de ese concepto es una disputa histórica.
– Absolutamente. Y me parece que lo que corresponde decir del discurso de esos sectores, incluso cuando se presentan, como lo hacen a menudo, como liberales, es que ese planteo no es exactamente el del liberalismo político. Porque lo que prima ahí no es la idea de libertad, sino el miedo a las mayorías, al recelo frente al pueblo, la idea de que el pueblo “nos va a pasar por encima”. Es lo que dice el joven protagonista de la novela La bolsa, de Julián Martel, cuando, mientras conversa con uno de sus amigotes de la élite porteña en las escalinatas de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, ven venir a una turba por la calle: “Corrámonos, que nos van a pasar por encima”. Esa frase resume la sensación de amenaza que tienen las minorías frente a las mayorías, una sensación tanto más fuerte cuanto más estas mayorías parecen acercarse a la posibilidad de apropiarse del Estado. Lo que nos lleva a la segunda de las tradiciones políticas que mencionaba, que es la gran tradición democrática que hace precisamente de esas mayorías el sujeto protagónico de la vida política de la nación. Esta tradición no piensa tanto la idea de libertad en el sentido, digamos, “negativo” de la libertad de los ciudadanos frente a los poderes de las corporaciones, la iglesia, las dictaduras y los monopolios, sino más bien la idea de libertad en sentido “positivo”. No ya la libertad como libertad “de”, sino como libertad “para”. Es decir, piensa la idea de un demos, de un pueblo, que, a través de la participación deliberativa y activa de todos los ciudadanos y todas las ciudadanas que lo integran, toma las decisiones que le conciernen acerca de su destino común. Entonces allí la libertad no es la libertad de que no se metan conmigo, es la libertad para participar, para discutir, para exponer mi punto de vista, para tomar junto con los otros las decisiones. Por cierto, todos nosotros somos bastante liberales y bastante democráticos al mismo tiempo. Cuando decimos “libertad” no decimos una sola cosa. Por eso la palabra libertad es interesante. Ofrece una mezcla de significados. Somos libres cuando nadie nos pone una bota arriba de la cabeza, pero también somos libres cuando tenemos la posibilidad de una cantidad de cosas sin que nadie nos diga “no, ojo, eso es tarea de expertos o representantes”. Cada vez que nos dicen “en esa discusión no te metas” nos sentimos menos libres. Y finalmente hay una tercera gran tradición del pensamiento político que importa acá, que es la republicana. Esta última palabra, “republicana”, “república”, ha adquirido en las últimas décadas de la discusión política argentina mucha centralidad, aunque no siempre del modo más interesante. Para lo que nosotros estamos conversando acá, lo que interesa es que esta tradición republicana piensa a la libertad no como una cosa privada sino como una cosa pública. Cuando uno piensa la libertad no como algo privado sino también como parte de la cosa pública, de la res publica, lo que está diciendo es, para decirlo con una vieja expresión del peronismo más clásico, que nadie puede ser libre en una sociedad que no lo es. Si nadie se mete con mi vestido, si nadie se mete con mis ideas, si nadie se mete con mis creencias, pero yo vivo en un país que está sometido a un Ejército invasor o a un organismo financiero internacional, no puedo decir que soy libre. La libertad, entonces, ya no se piensa acá como la libertad individual de cada ciudadano, sino como la libertad colectiva del pueblo. Es decir, como su soberanía. Entonces, nuevamente, el Estado aparece como un puntal y garante fundamental de esa soberanía. Hay soberanía porque hay un Estado que la garantiza. Igual que hay libertad para participar cuando hay un Estado que la sostiene. Y que hay libertad frente a las corporaciones y a los monopolios cuando hay un Estado que las regula. Ni la tradición republicana ni la tradición democrática ni la tradición liberal son, por principio, anti-estatalistas. Ahora: si la regulación de las corporaciones o de los monopolios, en lugar de parecernos un auxilio para la libertad nos parece una afrenta a la libertad, bueno: ahí estamos en otro terreno. Es en ese terreno que se ubica el discurso libertariano del actual gobierno nacional, ajeno a las tradiciones del liberalismo, el democratismo y el republicanismo. No son liberales: ya lo dije. Pero tampoco son republicanos. Por el contrario, tienen una ida idea sobre la vida en sociedad que simplemente niega la idea misma de lo común. Lo común no existe, “la sociedad no existe”, como dijo alguna ver Margaret Thatcher, a quien admiran y repiten. Sólo hay individuos. Llamamos sociedad, en esta cosmovisión, a la suma aritmética de los individuos que la integran. Si eso es así no tengo por qué pensar en ninguna forma de lazo mío con los demás. Si eso es así, yo puedo decir: “¿Por qué me van a cobrar un impuesto para que “con la mía” otro pueda estudiar en la escuela que debería pagarse él mismo, o curarse en una institución de la salud pública? Si él no se ocupó, no me tengo que ocupar yo”. Si no hay sociedad, sino solo una suma aritmética de individuos, entonces desaparece toda idea de lazo social (entre los individuos y también entre las generaciones), lo que nos lleva a una situación tremendamente cruel. No hay sociedad, y tampoco hay historia. A mí me parece que un desafío político y conceptual de primer orden, en este momento de la Argentina, es reconstruir una idea acerca de lo común. Si no, el otro, el prójimo, el tipo o la tipa a la que tengo enfrente o al lado no es alguien con quien tengo algo en común y que comparte conmigo alguna cosa, sino casi por definición un adversario o un potencial adversario, un competidor, o, en la mejor de las hipótesis, un depósito circunstancial de órganos que podré comprar el día de mañana, si los llego a necesitar, a un precio justo en el mercado.
– Ahí aparece el discurso muy violento con lo que llaman el “colectivismo”. A esa idea que vos planteas del bien común la llaman “colectivismo”, o incluso “comunismo”. Ellos tienen muy claro que hay que romper esa idea.
– Ellos tienen muy claro con qué se están peleando. La palabra “colectivismo” llamó la atención en el discurso que dio el presidente frente a ese grupo que reunió ante las escalinatas del Congreso. Fue un discurso asombroso. Ahí apareció la palabra “colectivismo”. El presidente dijo: “la Argentina hace un siglo que abraza las recetas del colectivismo”. ¿Qué quiere decir colectivismo en ese contexto? ¿Qué quiere decir “hace un siglo”? Está claro qué quiere decir “hace un siglo”. Quiere decir hasta la Ley Sáenz Peña. En ese discurso, el “colectivismo” es la posibilidad misma de que el pueblo se gobierne, y cuestionarlo es de una gravedad extraordinaria en términos de la apuesta democrática que la sociedad argentina viene sosteniendo desde hace cuatro décadas. Esta muchachada pone bajo esta palabra, “colectivismo”, cualquier forma de pensamiento acerca de lo común, y eso, en la Argentina, es el radicalismo y el peronismo. Estos tipos se oponen a cualquier modulación de la idea de solidaridad y a la noción de que hay una forma de lazo entre los sujetos que merece atención, de que nuestra propia realización individual no puede producirse sino en el marco de un colectivo que nos abarca. Eso es lo que se empieza a pulverizar en los meses más bravos de la pandemia, cuando aparece con mucha nitidez la radicalidad de un discurso individualista sobre el derecho inalienable de los individuos a contagiar al prójimo disfrazado de brava lucha contra la prepotencia estatal, y empieza a tomar cuerpo este discurso que hoy es el del jefe del Estado y el que domina toda la discusión política en el país. Hay mucho para pensar sobre el modo en que este discurso sintoniza con diversas tradiciones. Antes hablábamos sobre las minorías que vieron en el pueblo y en los gobiernos populares una amenaza a la libertad. Muchas veces pensé, durante los meses más bravos de la pandemia, en una frase que solía repetir en sus discursos de campaña, allá por el 83, Raúl Alfonsín. Él decía: “Abrir las puertas de nuestras casas y salir al espacio público”. Habíamos estado demasiado tiempo encerrados por temor. Era una idea hermosa. Era una idea profundamente democrática, porque era la idea de salir al espacio público, al encuentro de los otros, a construir con los otros una cosa común. En los libertarianos, lo que había era una idea que tenía un cierto parecido de familia con aquella, y que para volverse más parecida todavía inventó el neologismo de la “infectadadura”. Los libertarianos parecían decir: “igual que la dictadura de Videla, la dictadura de Alberto Fernández nos encierra en nuestras casas por temor. Tenemos que salir de nuestras casas”. Pero Alfonsín decía: “tenemos que salir de nuestra casa a construir con los otros la democracia para los próximos 100 años”. Era un planteo épico. Los libertarianos decían: “tenemos que salir a toserle en la cara al vecino, y si el tipo se muere, quevachaché: son los daños colaterales de mi derecho inalienable a estornudar”. Ahí se reveló con mucha claridad las consecuencias de ese discurso radicalmente individualista. Quienes nos sentíamos muy disconformes con esa retórica, hoy está claro, no estuvimos a la altura de la discusión. Al final, esa fue la retórica que se impuso. Frente a eso, el entonces presidente Fernández señalaba que “para poder ser libre hay que estar vivo”. Era un argumento débil, y le regalaba a la derecha la épica. La historia de nuestro país está hecha de personajes que admiramos que dijeron “antes muertos que esclavos”. Coronados de gloria vivamos o juremos con gloria morir. Es el himno, forjado en el molde de la gran tradición republicana. ¿Cómo les íbamos a dejar esa épica a estos tipos? La derecha sale de la pandemia encarnando la épica de la libertad, y el gobierno sale en el lugar del control y las políticas sanitarias. El discurso de los gobiernos kirchneristas del 2003 al 2015 había estado fuertemente inspirado en una ética de los derechos. El de Fernández tuvo más dificultades para sostener ese discurso. Había fuertes restricciones, el país estaba endeudado hasta el cuello, y encima vino la pandemia. El gobierno tuvo que cambiar una retórica de los derechos por una del cuidado. La palabra “cuidado” aparecía mucho en los discursos de Alberto Fernández, que revelaba, al usarla, un oído atento a las primicias que traía consigo el mayor movimiento social y político de su tiempo, que era el gran movimiento de mujeres. Creo que todos recordamos ese lapsus: “volver para ser mujeres”. Es un gran lapsus, si es que existen grandes lapsus. El presidente estaba pensando las novedades que traía este nuevo movimiento social, político y cultural de la vida pública argentina que era el movimiento de mujeres y los feminismos, que entre otras muchas palabras habían introducido en nuestras discusiones esta, la del “cuidado”. En un contexto en el que la cosa tenía todo el sentido, la retórica presidencial adopta esa palabra. El Estado del que nos hablaba el presidente era un estado “que nos cuidaba”. Pero es cierto que esa retórica era mucho menos glamorosa que la de los derechos que había caracterizado a los gobiernos kirchneristas de algunos años antes, y eso, y las dificultades, y las restricciones, contribuyó a generar un clima de hartazgo, insatisfacción y fastidio que volvió a mucha gente receptiva a la retórica delirante de los libertarianos.
– Vos planteas que el Estado puede garantizar la libertad y los diferentes tipos de libertad. Me da la sensación de que el Estado cada vez puede garantizar menos libertades. Es un Estado casi cooptado por las corporaciones económicas, que ha quedado muy atrasado en las herramientas para controlar al poder económico financiero. A su vez, un sector de la política lo reivindica permanentemente como si tuviese la capacidad de poder transformar la vida y hacerla un poco más digna.
– Yo creo que solo el Estado puede garantizar la libertad y los derechos, pero tiene que ser un Estado organizado, estructurado y funcionando en un sentido estatal. Lo digo a propósito de este modo, siguiendo un poco el argumento del libro de Sebastián Abad y Mariana Cantarelli Habitar el Estado, que tiene ya unos años y que a mí me sigue pareciendo muy importante. “Hay que habitar estatalmente el Estado”, y también hay que gobernarlo estatalmente. Si lo gobernás para ayudar a tu hermano a fugar guita, o para favorecer a tu grupo empresario o al grupo empresario para el que trabajás o para el que trabajaste hasta hace quince minutos, entonces, naturalmente, el Estado no puede garantizar ninguna libertad ni ningún derecho. El problema es que esa lógica, sostenida en el tiempo, hace que el Estado vaya perdiendo las capacidades para volverse una herramienta útil. Así, cuando un gobierno popular con una orientación republicana y democrática se hace cargo del Estado, tiene que pensar cómo usa esa herramienta. Cómo la transforma al servicio de designios distintos de aquellos para los que lo utilizaron los anteriores. Por eso el esfuerzo intelectual de Abad y Cantarelli es muy importante. En el contexto del gobierno kirchnerista, y contra el sentido común, digamos, “dosmilunista” precedente, lo que nos dicen es “el Estado está muy bien, hay que dejar de pedir disculpas a los amigos de izquierda por laburar en el Estado, hay que estar orgullosos de eso y hay que pensar estatalmente el Estado”. No puedo estar más de acuerdo. Ahora: la pregunta quizás es: ¿cómo hacemos, en los distintos organismos e instituciones del Estado, para pensar lo común en el gobierno, en la gestión, en los modos de habitar esas instituciones? Es necesario, para ello, luchar contra los comportamientos individuales e individualistas que no dejan de ver en el Estado un medio para el fin, superior a él, del propio beneficio o la propia conveniencia. Es necesario, contra ese tipo de pensamientos y de comportamientos, reconstruir la idea de comunidad. Milei tiene un discurso brutal que interpela (exitosamente: está visto) a los individuos y desprecia esa idea, que llama “colectivista”, de la comunidad. En su pensamiento, cada uno de esos individuos es un enemigo del de al lado. La pregunta es: ¿por qué funciona ese discurso? Déjenme aquí sugerir que si ese discurso funciona es porque interpela a unos sujetos que en realidad son muy parecidos a lo que ese discurso supone acerca de ellos. Juan Villarreal escribió en 1985 un artículo muy importante titulado “Los hilos sociales del poder”. En ese escrito Villareal dice que la sociedad argentina había entrado a la dictadura de 1976 muy homogénea por abajo y muy heterogénea por arriba. Y por el contrario había salido de la dictadura, ocho años después, justo al revés: homogénea por arriba, bajo la firme hegemonía de los sectores del capital financiero más concentrado, y muy heterogénea, fragmentada, atomizada, por abajo. Esos cambios parece haberlos entendido mucho mejor, en el 83, el candidato radical Raúl Alfonsín que el peronista Ítalo Lúder. Si este último no dejaba de dirigirse a unos más o menos mitológicos “compañeros” en los que todo el mundo tenía gran dificultad para reconocerse, Alfonsín se dirigía a los individuos que el proceso de destrucción operado por la dictadura había dejado como saldo. Una vez, en medio de un discurso, alguien en el auditorio se desmayó, Alfonsín pidió “¡Un médico a la derecha, por favor!” y todo el mundo aplaudió, y el gallego debe haber pensado “Che, estuve bien. La voy a repetir, porque funciona”, y al día siguiente alguien se desmayó a la izquierda y “¡Un médico a la izquierda!” Y la expresión se convirtió en una eficaz muletilla de campaña, porque indicaban la preocupación de un líder, no por hablarle a una comunidad cuya antigua homogeneidad se había hecho pedazos, sino más bien por hacerlo a cada una de las ovejas del rebaño. Algo de eso retoma después Cristina cuando dice “La Patria es el otro”, y algo todavía resuena en “El Estado que te cuida” de Fernández. Ahora: en el medio tuvieron lugar otros dos tremendos procesos de fragmentación: el de los 90 y el del macrismo. Debemos a Maristella Svampa un libro notable, Desde abajo, donde se presenta la interesante idea de unas “identidades astilladas”, otro nombre para la fragmentación y la atomización. Luego el macrismo: más de lo mismo. Y por último, y tremenda, la pandemia. Entonces, cuando Milei nos interpela como individuos, y dice que no tenemos nada que ver con el individuo de al lado, no deja de describir eficazmente algo de aquello en lo que nos hemos convertido. Eso es lo más grave. Me parece que esta sociedad atomizada, fragmentada, astillada, ha encontrado un discurso en el que puede reconocerse. Es un discurso tremendo y cruel. La tarea es producir otro discurso, que, en este contexto de tanta destrucción, intente reponer la idea de lo común, de lo colectivo y del “otro”. Por eso la frase “la patria es el otro” nos emocionó tanto. Sobre todo porque la que la decía era la jefa de un movimiento que se había pasado la vida diciendo “Primero la patria, después el movimiento, y por último los individuos”. Cristina ve algo. Y dice: “No, momentito. La patria no es lo otro de cada uno de esos individuos. La patria es cada uno de esos hombres y mujeres, cada uno de esos compatriotas y su sufrimiento”. La frase “la Patria es el otro” repone una idea de comunidad sin dejar de dar cuenta de los cambios estructurales que se habían producido en nuestra sociedad. Primero los milicos, después el menemismo. Y ahora hay que sumar: después todavía Macri, y encima la pandemia. Son todos capítulos sucesivos de una historia de pulverización, de separación, de fragmentación. Ahora: en esa sociedad fragmentada uno tiene dos opciones: o produce (o compra) un discurso que dice: “Ojo con el otro”, “Mire que el otro es un peligro”, “Por las dudas ande armado”, o produce o abraza un discurso que dice “La patria es el otro”, o no es sin ese otro que sufre y cuyo sufrimiento no puede serme ajeno.
– ¿Cómo se reconstruye, desde fuera del Estado, y con una sociedad tan fragmentada, la idea de bien común?
– Hay una creciente cantidad de sectores, en nuestras sociedades, que se van quedando fuera de las estructuras tradicionales de organización del mundo del trabajo. La sociología viene hablando desde hace tiempo (en Francia, y la de por acá ha tomado, con buen criterio, la expresión) de “desafiliación”. Qué se yo: los pibes de las motitos, que durante no sé cuánto tiempo nos dijimos que eran los votantes de Milei. Por suerte –nos decíamos también–, sigue habiendo en la sociedad organización, organizaciones: los partidos políticos, muchos de los cuales se expidieron explícitamente contra Milei por sus manifestaciones contra la democracia, la AFA, que se expresó explícitamente contra Milei por su intención de volver los clubes de fútbol empresas comerciales, el Consejo Interuniversitario Nacional, que sacó una declaración contra las barbaridades de Milei contra las universidades públicas. Los asmáticos, que cuando Milei dijo no sé qué tontería sobre los “tosedores” publicaron una solicitada. Los católicos, a cuyo jefe Milei trató de estúpido y de diabólico. Estábamos todos. No podíamos no ganar. Y perdimos por paliza. Nos pasaron por arriba. Entonces: hay que pensar un cachito más. Quizás no se trate solamente de la famosa “desafiliación”, y por eso traigo aquí una palabrita que usó días pasados un querido compañero, Juan Gianni, que piensa siempre muy rigurosamente las cosas y trata de poner conceptos en medio de nuestra desorientación. “Desafección”, decía días pasados Juan. No sé si uso la palabra en el sentido en que él lo hacía, pero me parece que hay que pensar esta idea de una desafección ciudadana respecto a las estructuras, las instituciones y las organizaciones que eventualmente se integran, que posiblemente no representen más que muy parcialmente el complejo conjunto de pensamientos y de expectativas de los individuos que forman parte de ellas. Tengo la impresión de que tenemos que pensar en este sentido, y no solo en el de la erosión de los lazos de confianza entre “los políticos” y la ciudadanía”, la “crisis de representación” de nuestra sociedad contemporánea.